Echados de
todos los lugares
sólo
podemos encontrarnos en aquellos sitios que no tienen entrada,
aquellos
donde tu piel no tiene cobertura de hueso,
aquellos
donde tus miembros son hojalata comparativa
y aquellos
donde tu piel se pregunta si está en su sitio.
Traumas que
se estudian a sí mismos,
hombres
llorando porque saben que van a vivir,
los raíles
de todos los trenes pasando por encima de ellos
y pensando
que cualquier palabra puede pasar con la misma velocidad
y tan
inadvertida como si tu dolor no existiera.
La sinfonía
de los animales de la ciudad es la música que ahora escucho,
la sinfonía
de seres que viven en medio de la amenaza diaria
de una
muerte de asfalto y ruido, de escaparates y de tedio.
Soy el
gorrión aplastado en el asfalto
el ojo
afilado de mi angustia separado y escupido de mí
por una
máquina cuya función es aplastar,
como todas
las máquinas.
Me retuerzo
en un inútil estertor contra el suelo pegajoso,
observando
los trozos de mi corazón
como
si así pudiera juntarlos.
En medio de
esta artística y melancólica putrefacción
el sol me
lanza sus feromonas
como si
quisiera copular con una creación en dorado.
Soy la
rata,
atenta
siempre al concierto de los gusanos,
huyendo de
la luz que quema
para
lanzarme voluntariamente a la inmundicia,
para en
ella buscar respuestas.
Esa luz es
como el palo que remueve los restos del gorrión,
como ese
rechazo tuyo,
lo formado
y terminado apartando con bello desprecio
las
deformes partes imaginarias que me forman,
las rosas
marchitas desmembrándose sin que siquiera las cojas,
formando un
camposanto de posibilidades perdidas.
Todo esto
forma el gusano
que se
retuerce en sus propios anillos de frustración,
anatómico
collar que acaso porte alguna mariposa intoxicada,
errante
entre las torres de lo supuesto,
volando en
la polución
hacia el
gran corazón gris que desafía a la ciudad.
Prosigue el
lenguaje alquímico de la fauna urbana,
la paloma
posándose sobre la tubería anclada a la pared que se desconcha
en el
momento preciso para que mi mente de piedra la recoja
dentro de
una de tantas habitaciones a las que me retiro.
Vivo con la
lógica de las tuberías
que me
rodean con sus laberínticas evoluciones,
atravesando
pilares, edificios y todo lo que seamos capaces de crear,
en una
perforación constante que se me escapa,
brazos
huecos sin vida que buscan llegar a todos sitios
mientras yo
no sé moverme de mi casa.
De la
perforación surge ese polvo desconocido
que me
cubre allá donde voy como una menta de oxígeno,
sucio
aunque no deje de lavarme,
ordenando
una y otra vez el desorden que provoco y me provoco,
llevando a
todas partes un vertedero no se sabe de qué escombros formado,
antes de
convertirse en una piel propicia para las carreras de insectos
que
degustan a los que se arrastran.
La paloma
gris se posa sobre el blanco patio decaído,
tras ella
la luz naranja de la mampara de un aseo
formando
una especie de sol doméstico,
enmarcado
por una ventana como otra cualquiera.
Foto:
edición de Valdemar (colecciòn Gòtica nº100)
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