Terapeuta de mí mismo,
parto del diagnóstico de creer
que mi cuerpo es una máquina ultrajada.
Se dota así mi mente de sentido
y cree con desfachatez poder arreglar las cosas pensando,
narcotizándose con las drogas de la divagación y la especulación.
De dentro surge el dragón de la esperanza poética
que se retuerce creando millones de anillos
con los que enroscarse al mundo que se le escapa.
El planeta es un único continente llamado Islandia,
una patria hueca recubierta por una tenue capa de piel humana
sobre la que caminan hombres a su vez también huecos,
siempre temerosos de resquebrajarse y ser expelidos al vacío
por la fuerza de los millones de maelstroms que rodean la isla
y hacen del mar salado óptico un vehículo
para vibraciones letales que amenazan con el desarraigo,
con el vuelo incontrolado del alma hacia el aire caprichoso
creando ondas de depresión y melancolía,
un ligero canto de ballena que podría llamarse “felicidad”.
Penetrados de nosotros mismos,
nos replegamos cada día para evitar evaporarnos,
estado de alerta que nos sitúa siempre en otra parte,
un extrañamiento incansable.
Intentamos entonces autoenvolvernos,
crear un lastre para nuestros globos aerostáticos de piel
y no ser escupidos al tiempo,
desarrollando así una ceguera con las brumas de lo cotidiano.
Orgullosos de estar vivos,
nos cosemos un traje con la rutina por encima de la frágil piel
y limpiamos todos los rincones de nuestra ciudad de cartón,
pero esta se ensucia una y otra vez
aunque nos aferremos llorando a nuestra escoba,
levantándonos cada mañana
y llevándonos las mantas de nuestra cama terrenal
para poder renovar nuestros ilimitados disfraces.
Ardemos en la combustión de nuestros propósitos,
creyendo dejar posos de sentido en el cenicero de la vida,
cenicero dentro de un cenicero.
Nos empeñamos en tapar el horizonte
con lápidas gigantes de hormigón,
catacumbas de nosotros mismos.
Tumbados en nuestros ataúdes diarios,
miramos hacia arriba buscando crear un techo
y lo llenamos de retorcidos entramados de tuberías
con los que aislarnos del cielo que nos quiere llevar consigo,
pero el paisaje sigue en su sitio al abrir los ojos.
Los días son sin embargo un ácido auto-impuesto,
una auto-tortura oscura que se disuelve por las noches
en el blanco amnésico del alcohol,
cuando nuestros oídos son martilleados por un radar inesperado
que capta un código morse del espacio exterior,
el eco de millones de pechos latiendo con un alfabeto negro
como la materia de la que procedemos y hacia la que vamos,
perdidos en el éxtasis de la Cábala.
Vampiros entonces de la existencia,
nos damos cuenta de que nuestra red
se nutre de la sangre del tiempo
y que esa adicción es el hilo que nos traspasa,
el eje directriz.
Esa bruma,
ese cielo del que intentamos huir.
El dolor y el amor se explican con nuestra voz.
Somos fantasmas y el mundo es luz,
un infinito espectro electromagnético
por cuyas longitudes de onda nos movemos
como radiaciones que buscan ser reflejadas o absorbidas por los cuerpos.
Escogemos nuestra propia luminancia
para ser objetos pasivos de la óptica.
Si es posible,
quiero que otro cuerpo viva en mí
y yo en otro cuerpo,
si es posible queremos dar a un objeto el matiz.
No nos veo ciertos
pero nos veo vivos,
aunque actuamos como lápidas secas que aún no han sido plantadas
y que por lo tanto no son una puerta.
Si ese mármol se clava firme en la tierra,
el interior nos llenará con su oscuridad,
fluyendo con toda su savia por nuestras raíces.
El país del que hablo está equidistante de nada
en todas las brújulas y mapas
pero existe.
Cuando te llegue esta carta y la comprendas
veré que eres la lápida
que llora brillante y desnuda delante de mí
y me arrodillaré para abrazar tus lágrimas.
Te espero.