La amplitud de la ciudad donde habito,
en realidad, cualquiera del mundo,
se acaba siempre comprimiendo en una medicina
asfixiante,
cerrado su cielo por minaretes de emisión
que propagan un espeso aire forrado de estímulos,
Babel premeditada en la que mi conciencia se pierde
en rostros hermosos que atraen para luego rechazar,
ambiguos velos mostrando
lo que nunca se dejará atrapar, aunque se ofrezca,
el sudor de las piernas femeninas
atrapando con su olor sensual y esquivo,
debajo de las normas,
prometiendo relaciones humanas
con contrato y sexo sin consumar,
y enmascarando el amor en la música
del contoneo incansable de las caderas de la ciudad,
la polis oriental que se expresa
con el primario almuecín del deseo,
que no es vida ni muerte,
limbo intermedio del éxtasis
en un primario y estéril abandono,
retroalimentado con espasmos de frustración milenaria,
las insinuantes curvas tiránicas de la civilización,
Scheherezade narrando Estambul sin mostrarla
con una voz que muerde
a través de la piel de los sueños.
No puedo evitar sentirme rechazado
aunque tal vez sea yo quien me rechace,
el olor de la macabra sensualidad no realizada
impregnando implacable la pituitaria del alma
que ninguna ciencia ha logrado demostrar,
individuo inerte con intermitente deseo
que le hace parecer vivo.
Esa es la materia que forma mi Capadocia personal,
la lava erupcionando del volcán del recuerdo
mezclada con la litosfera del presente,
generando caprichosas formas en la meseta de mi
cerebro,
la vida hablando a través de los átomos
que dan forma a la sensualidad asesina de la erosión,
el cuerpo de mujer terroso haciéndome avanzar
a través de la superficie de lo posible,
cuando acaricio lo que hay detrás de la materia
y el latido crea el aire.
Los senos de Capadocia by Jose Ángel Conde Blanco
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Foto:
-Henna, serie de Jeanjoel Spatafora