La
primera memoria de la que tengo conciencia es, precisamente, la de haber dudado
de mi propia conciencia. Quizá pueda considerarse como una especie de maldición
(¿una caída del Paraíso?, propiamente) que el comienzo de la infancia, la
Génesis de todas las edades, la época donde la dispersión y la experiencia de
la propia acción sin ningún tipo de racionalización son soberanas, donde manda
lo que se vive y no tanto el sentido de lo que se vive (si es que lo tiene),
esté marcado por el estigma mental, casi cainita, de tener justa y clara
percepción de esa misma dispersión, de esa fugacidad, de la propia difusión.
Quizá esta “confesión” esté demasiado cargada de tintes bíblicos (¿quién sabe
si intencionados, o siguiendo la intención de quién, cuando ya he comenzado
este juego dudando incluso de mí mismo?), pero lo cierto es que esa idea de
“Génesis” me ha perseguido en todo lo que escribo (y en todo lo que he vivido,
si ensanchamos el silogismo) y, precisamente mientras esto escribo, acabo por
darme cuenta de que ese estado de comienzo lo que define es una frontera entre el
estado de disgregación y el estado de concreción, un tenso puente que lucha por
unir los dos polos. En aquella habitación de mis apenas cinco años (no puedo
determinar bien la edad, sin saber siquiera si era mi conciencia) no sabía de
quién era ese cuerpo que estaba albergando mis pensamientos, no reconocía al
sujeto al que pertenecían sin haber consultado a mi propio pensamiento, porque
mis ideas eran propias y querían, por lo tanto, liberarse de ese cuerpo que las
estaba transportando (y que lo seguiría haciendo en el futuro, aunque en ese
momento aún no lo sabía) sin haber pedido permiso a mi conciencia. Eso explica
los denodados intentos por arrancar los sentimientos con tenazas de palabras,
de practicar cirugías literarias (líricas o narrativas, no se supone que el
público tenga nada que ver con esto, así que no hay nada que acomodar) con las
que confeccionar un sentido, intentando tejer un vestido con el que proteger a
lo inmaterial del frío cósmico. Eso explica haber vertido los primeros versos
después de haber entrado en “modo despecho” (para luego seguir escuchando más
música oscura, no siempre en inglés) y que sea el desengaño, madre de todo lo
barroco e hijo bastardo de las sociedades eufemísticas, el punto de partida de
la ortopedia inane de la literatura buscando recomponer los restos de la
pestilente nostalgia. Quizá no sea nada más que simple arrogancia y, por tanto,
un ejercicio fútil de combustión espontánea, creer que se puede tejer una tela
de araña que sea perenne, como ya pretendieron otros caídos, más geómetras, más
preparados, pero igualmente asfixiados por sus propios hilos. Como si hubiera
quien pudiera descifrar ese edificio levantado con tan caótica arquitectura, si
las ruinas no se hicieron para durar. Ahora también pienso que quizá fueron
construidas en sentido inverso.
Disgenesia © 2025 by Jose Ángel Conde Blanco is licensed under CC BY-SA 4.0
Foto:
-Fotocomposición basada en la actuación/performance The Reincarnation of Saint Orlan de Orlan.