Siempre procuro escuchar a los átomos
con la nostalgia propia del que ha nacido
y en su frecuencia de onda se oyen las cosas que he perdido.
Así, de repente, me doy cuenta de que estoy viviendo
aunque en el aire enrarecido todavía no surja ningún abrazo.
Tintineo del alma, hidra de ideas,
sedimentos que quieren formar una mente,
el reflejo de un tren de oscuridad en el cristal de la ventana.
Afuera, las aceras por las que andamos susurran su nombre,
una cadencia de ultrasonidos que ha estado ahí desde el principio,
modulándose entre los intersticios de los que tienen el mapa de la vida
y avanzan por autopistas de costumbre asfaltadas por sus amos
mientras me enajeno en una partícula que no se conoce
en ninguna posición físicamente cuantificable.
Asalto a la percepción y el resultado matemático de esta esquizofrenia
es un ectoplasma que sólo atisbo a medias
cuando fluye entre mi cabeza y lo que escribo,
que se pierde en el magma fluyente de la consciencia,
la identidad, la existencia,
y no dejo de oír en él su nombre.
Tras la reseca de la creación
los escasos posos de conocimiento conseguidos se diluyen
en el tren de la oscuridad que retorna a la vida cotidiana
pero esta dinámica que mantiene vivas mis células sin preguntar,
este parpadeo de la carne que construye su propia muerte con la rutina
no me permite acceder al otro
aunque viajemos en el mismo vagón
y no deje de escuchar su oración de autoconvencimiento
mientras la negrura tras las ventanas se define por el movimiento constante,
rectilíneo, siempre rectilíneo.
Busco las venas en un esqueleto,
realizo una crónica de dolor y de sombra
cuando mi realidad entre multitudes, ruidos y colores
es la soledad en el desierto
y, cuando, pese a estar tan alejado,
no puedo dejar de oír su nombre.