Páginas de la alienación; el cielo no existe, los cantos de los pájaros son las vibraciones de los cables de hierro extendiendo la gran telaraña de metal que nos encierra, creando una estática constante en la que nadan impunes los dígitos y los códigos que componen la celda global contemporánea, como en un océano invisible de apariencia, un plasma de opresión, la placenta cotidiana en la que nos incubamos sin preguntas.
Mis cables desesperados de respuesta se lanzan al aire enredándose en el aparataje de torres formadas por máquinas, y tropieza mi vida y mi conciencia haciendo daño a los demás y a mí mismo. Ni siquiera puedo entrar en el sueño, que me echa con bofetadas espasmódicas de su zona de percepción, no dejándome siquiera un frío nicho aislado, inerte de visiones, y me devuelve a mi mesa de disección nocturna, donde mi cuerpo se desgarra en múltiples cuerpos que pelean unos contra otros, reafirmando su materialidad, apresándome en su lucha de insomnio.
No hay lugar para otras retiradas del campo de batalla de la conciencia; ni siquiera la sempiterna inconsciencia del fin de semana, un vórtice que sólo devuelve dolor físico y un regusto a caucho quemado en el paladar. En esta espiral consumo para consumirme, pero no hay posibilidad de que los espejos me escuchen o me devuelvan el humano toque de unas puntas de los dedos perdidas a años luz de este planeta de titanio.
No os preocupéis, no soy nada. Sólo me queda la vida, como un polvo cósmico que erosiona la piel con pústulas en forma de palabras que se escriben poco a poco en la piel, una nube de polución que es la atmósfera de las ciudades procedente de la explosión de un Sol que nadie ha conocido.
Foto: Cyborg, de Dan Sakamoto