lunes, 4 de julio de 2011

TOT



























Las tripas salen fuera
cuando ya llevo horas desplazándome
un palmo por encima de los pies.
Enmedio no dejan de entrar
disparos de humo.

Mi mente da vueltas alrededor del encéfalo
y el teatro bufo del siempre
me agota y averguenza de forma totalmente ajena,
así que salgo del local gris.
Creo que paso a través de la humillación
y no me doy ni cuenta,
cuando atravieso el par de kilómetros
de la avenida cementerio de mi barrio,
donde sólo viven automóviles
y, a lo lejos, un contenedor en llamas
ilumina la glorieta del camposanto.

No tengo mucha conciencia de cómo
pero entro en mi portal de rejas negras
y subo todos los pisos dentro del estrecho ascensor.
Se para y salgo.
No, me paro.
Hay un espejo...
y he visto algo en él.
Trato de ver de qué se trata,
y, sea lo que sea, me mira.
Una voz,
una especie de voluntad chillona
dice que soy yo,
insiste en que soy yo.
Hago gestos, me muevo, hablo
y lo que hay delante de mí me imita,
igual, exactamente, igual.
La voz sigue tirando,
para decirme e insistirme una y otra vez
que tome conciencia de una vez,
que deje de dudar y confundirme,
que reconozca desesperadamente
que mis pensamientos pertenecen a ese reflejo,
que este instante, este ser y este presente,
provienen de la persona que tengo delante.
Un éter cósmico, una nube de super-conciencia,
duda y hace preguntas.
Tiene consciencia de sí mismo,
es una conciencia propia,
un círculo enorme y autosuficiente,
que se intuye a sí mismo
y sabe de su unidad y su entidad,
de su existencia,
pero se cuestiona pertenecer a ese reflejo,
se replantea que provenga de esa persona.
Lo siento como fuera de él,
como extraño.
Pero está ahí,
no cabe duda.
Tanto uno como otro
están ahí.

Entonces salgo del ascensor,
se cierra la puerta
y me voy hacia la cerradura
entre la oscuridad.


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Foto:

-Ilustración de Thomas Ott













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