Delirio,
imprevisible viaje al planeta de la indiferencia,
los contornos salvajes de las Harpías
se esconden en los que desesperamos,
embotando mis oídos espirituales,
llevándome hacia un campo gravitatorio
donde sólo rige el magnetismo ambiguo de la confusión.
Soy así un bloque de hielo que contiene la tormenta,
como esas bolas de juguete contienen una nieve en miniatura,
igual de fascinante,
igual de bagatela.
Ser pálido de más de cuatro letras similar al vampiro
que busca su alimento entre los manglares nocturnos de seres humanos,
sus miembros de carne retorciéndose
con un embotamiento ávido de placeres
que debería ser hermano
pero entre el que me escurro y navego
como una presuntuosa anguila al borde de un coma blanco.
Porque en mí todo se apaga
y sólo se extiende una dimensión albina,
transparente muro que me separa de todo
incluso cuando lloro alcohol,
incluso cuando mi pulso se acerca al del muerto
que no quiere existir.
Pero el eco de mi respiración,
lejos de darme la explicación que supondría la unidad,
genera una estática de distorsión que es mi eterno terremoto,
fluyendo por la tectónica de mis cromosomas,
dispersándome en partículas que no soy capaz de reconocer,
imposibles de medir,
la vibración cuántica de mi consciencia.