viernes, 10 de septiembre de 2010

El puente de Munch


















Perverso,
ciego,
tu cuerpo me quema como azufre
o como miel bendecida por un azúcar místico,
mezclado en tu saliva de niña,
concepto o persona que me sonríes.

Tengo dislexia de la vida
porque no puedo ni oír ni hablar
sobre nada ni a nadie
debido al sonido de mis alaridos cerebrales
y las ondas que reverberan mareantes
como un escudo de angustia alrededor de mi cuerpo.
Pero siempre estás en algún sitio,
puede que siempre en el mismo,
a lo lejos,
más allá de la niebla naranja oscura,
en el límite sobre todo que cruza por el puente,
un ocaso de sonrisa blancamente cálida
reflejando su luz sobre el agua alquitranada de pesadillas morales,
donde el bien y el mal
desaparecen dentro de tu vientre
y su ausencia cristaliza en tus ojos,
oscuro arco iris de esperanza
preñado con la potencialidad de un beso,
eléctrico transporte a nosotros.

Quiero comprenderte,
necesito tanto comprenderte
que no puedo mover el aire en ignición
para acceder a cabellos tan extáticos,
playa de piel anaranjada,
carnal país de complicada simpleza humana.
Hablar sin hablar,
sin las barreras del espacio,
no necesitamos acercarnos
para desnudar de verdad
el uno ante el otro,
solos en nuestra compañía
que sobrepasa los fuegos de los elementos,
atentos,
dejados a nuestros sentimientos.

El mundo está lleno de cristales rotos,
piezas de fracasos dispersas como arena cortante,
callejones de tristeza donde los hombres hablan solos.
Sí,
ya antes me ha besado y seducido el vampiro,
rojo y oscuro en su guarida,
siempre esperando que pase a su lado mi estela de angustia,
jugando con mi esperanza,
esclavizando mi mente
como tú bien sabes.
Te quiero porque sabes sin que cuente,
nunca estoy a solas cuando estoy contigo,
pues ahora tú y yo
nos miramos con las manos,
nos susurramos con los cuerpos,
tu rostro nunca hace preguntas,
tu rostro me besa sólo con mirarme.
Te acaricio cuando me pregunto
en qué parte de tu piel estará mi alma,
me acaricias cuando te preguntas
si te escapas hacia mis adentros
cuando huelo tu principio en tu melena.
Nuestros besos y caricias son las letras de un libro
que nunca se acaba de escribir,
preguntas inmateriales a respuestas carnales.
Nuestros ojos fluyen hacia los del otro
y se vierten desde sus cuencas como torrentes
en un orgasmo fresco y cristalino,
mezcladas ya las aguas,
mezclados ya dos seres vivos,
en el calmado lecho
de un estanque de aire,
suave como nosotros.


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Foto: "Ansiedad", de Edvard Munch.













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